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Después del Grial, el caballero |
Parte primera |
PRÓLOGO Cuando el caballero tocó con sus ásperos dedos el rugoso vaso de madera, vio a través de sus ojos, legañosos por la suciedad y el frío, una zarpa aterida y llena de cicatrices que agarraba convulsamente una pequeña copa mellada y oscura, y escuchó su propio jadeo sibilante. Y, al mirar hacia abajo, no encontró las fuertes mallas que cubrían sus piernas, ni le hirió la vista el brillo acerado de la armadura; solo vio unos pies semidescubiertos y sangrantes, y los harapos de un mendigo. El caballero del blanco penacho buscó entonces, instintivamente, la airosa pluma que le daba nombre. Pasó la mano por su barbuda cara, tocó el abollado yelmo, roto y oxidado, y, al llegar a su cima, sólo pudo encontrar el nacimiento truncado de lo que fue alguna vez su orgullo y su divisa. El caballero del blanco penacho se sentó en el suelo en un rincón, apoyó la cabeza en la pared y, con la copa entre las manos, se echó a llorar.
PARTE PRIMERA EL CABALLERO No fue ayer, aunque tampoco han pasado los cientos de años que parece, cuando el caballero del blanco penacho sintió un día la llamada del Grial. Él lo tenía todo: tenía fuerza, belleza, juventud, estirpe y conocimientos; tenía alegría en el alma y amor en el corazón; tenía tanto, que todo él rebosaba, y no sabía cómo dar cauce a tanta abundancia. Por eso decidió un día ir a buscar el Grial. Sabía que le esperaban peligros espantosos, pero contaba con su fe y con su valor para afrontarlos. Y también sabía que, detrás de esos peligros horrendos, le esperaba la gran recompensa, la sangre de Cristo Nuestro Señor, la inmortalidad, la gloria. Los tres mejores herreros templaron su espada y su armadura, y el Arzobispo las bendijo mientras un coro de cien niños, que lo hubieran dado todo por seguirle, cantaba alabanzas a Dios. El día señalado sonaron las trompetas, rodaron las rojas alfombras a lo largo del recorrido del caballero para que su caballo, hijo de un unicornio, no tocase con sus cascos de oro las frías piedras de los patios, y toda la Corte se asomó a las ventanas, a las puertas, a las almenas, para despedir con flores y con lágrimas a su hijo más querido. Y mientras saludaba a uno y a otro lado, haciendo que su blanco penacho se moviese airosamente, el caballero ya imaginaba cómo sería su regreso cuando, con brillante armadura, la capa tejida por cien doncellas y subido en su caballo, hijo de un unicornio, mostrase en su enguantada mano el cáliz de oro y piedras preciosas que contenía la sangre de Cristo Nuestro Señor, la inmortalidad, la gloria.
La mañana era hermosa, y el caballero había estado haciendo galopar a su caballo por un prado lleno de amapolas. Ahora descansaban los dos al paso, mientras el caballero sentía que su corazón reventaba, pletórico de alegría de vivir. No hubo para él transición alguna; no hubo negras nubes que se cerniesen sobre él ni oscuras aves que le sobrevolasen, portadoras de presagios. Simplemente, rodó de pronto por el suelo. Y mientras intentaba incorporarse, vio como de la panza de su caballo, abierta ahora en canal, asomaban viscosas las entrañas rosas y negras, que se derramaban tímidamente sobre la hierba verde cuajada de amapolas. El sol lucía como antes y los pájaros no habían dejado de cantar; la luz y el calor eran los mismos, incluso el blanco caballo, más parecido que nunca a un unicornio, componía una bonita estampa entregando su interior a la tierra, que lo bebía lentamente. Sólo el caballero estaba de más allí, una patética figura que se doblaba para encontrar el aliento que había perdido, los ojos desmesuradamente abiertos para abarcar todo el horror, o para rechazarlo. Fue la punzada en el corazon, tan intensa que hizo que le zumbasen los oídos, la que impidio al caballero prevenir el siguiente golpe. Por eso rodó de nuevo, pero al intentar levantarse le fallaron las piernas y entonces notó la sangre que le goteaba del muslo y sintió, a lo largo del mismo, el desgarrón de la carne. Y al alzar la vista, le vio. Primero fue la garra enorme, la que le había herido a él, la que había rajado a su caballo. Luego, la altura inmensurable, el hedor frío, el cuerpo informe, la piel rezumante y opaca. Y allá arriba, el rostro. Tan arriba y tan lejos que el caballero no lo pudo distinguir con claridad. Por eso, y por el pánico que le paralizaba hasta el punto de no recordar que tenía una espada en la mano, el caballero creyó ver que era su propio rostro, joven y hermoso, el que después de mirarle con una sonrisa despectiva se daba la vuelta y desaparecía sin prisas del escenario de aquel primer combate tan anhelado.
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Luisa Cuerda |
Parte Primera. Después del Grial, el Caballero Luisa Cuerda es practicante de yoga y profesora de yoga por la escuela Yoga Síntesis de Barcelona. Certificada en el Post Graduate Yoga Training por Sannidhi of Krishnamacharya's Yoga, tradición de la que es estudiante permanente. Escritora y coautora del proyecto Mettacuento.
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